Por Charlie White
El tramado de la ciudad, texturado de rombos, círculos, diagonales, y cuadrados, se cortaba violentamente al medio. Implacables vigas de metal formaban un meridiano infinito, por el cual naves cargadas de pasajeros viajaban diariamente. Del otro lado de esa ancha frontera, había otro planeta. Un planeta espejo al nuestro, idéntico en apariencia, pero terrible. El bello tramado geométrico se corrompía, la gente huraña y esquiva miraba al extranjero que pasaba, y no era inusual ver gente a caballo.
El encuentro de presentación de la revista Gambito de papel era justo pasando las vías.
Tiempo atrás una publicación elitista y deliberadamente intelectual, últimamente había empezado a incursionar en las reuniones de artes mixtas, de los centros culturales, y las ferias. Para ser justos, la ciudad rebosaba de una ansia de conexión, y multitudes de jóvenes y no tan jóvenes corrían a las decenas de encuentros que se celebraban semanalmente, a tomar vino, comer sándwiches veganos, y comprar fanzines.
Me acerqué ala casa de reunión bajando por las calles en la noche. Calle 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1. Las vías, envueltas a esa hora en una niebla fina, húmeda. Crucé las vías, desconfiado. Encontré la casa, que parecía abandonada, y entré.

Como dije, el planeta al otro lado de las vías fingía ser el nuestro, y a simple vista esa casa podía pasar por un viejo caserón cedido por gentiles abuelos para la jornada. Pero bajo escrutinio minucioso, las rarezas empezaban a asomar. En el patio, al que instintivamente me dirigí preso de mi incomodidad social, había un maligno mural, tributario sin duda un antiguo demonio, de gigantesca boca dentada, abierta en perpetuo alarido. Bajé la mirada, pero aún podía ver esos horribles dientes en el reflejo de un estanque frente a mí. Eso no era todo, claro. Bustos de figuras inexistentes, marcos vacíos, lamparas sin luz. Había un quincho con techo de paja, un tocadiscos, garabatos del terror rasgados en negro sobre hojas amarillas. En cada cuarto se movían sombras, pero no podía distinguir si eran humanos. Uno estaba tomando mate; claramente un alien intentando imitarnos. No sabía que era tarde en la noche.
Pude calmarme a base de pintas, y seguí a la gente que se empezó a sentar en torno a un escenario. En esa habitación el portal se había rasgado, y estrellas y nebulosas se podían ver con los ojos descubiertos. Cambiaban de color, por la atmósfera quizás, de magentas rabiosos a celestes enfermos. Dos extraterrestres empezaron una danza. Una tenía el pelo plateado, brillante. Toda la piel brillaba, el torso semidesnudo, las pestañas. Gritaba en un idioma desconocido, se lanzaba al piso. La compañera, sensual, altísima, merodeaba a su alrededor. Tenía la piel oscura y el pelo muy rojo y muy largo. Se seducían mutuamente en un ir y venir a través de las galaxias. De golpe, se fueron. Un juglar tomó su lugar, y contó una historia. Él también brillaba, y me pregunté si era una característica de esa especie particular. Además cambiaba de color a discreción, armando contrastes con su chaleco y su pollera negra. Detrás de él se movían jeroglíficos de colores, hechos de formas geométricas. Cuando terminó, todos salieron, evidentemente conscientes de un cronograma que yo ignoraba.

Mientras iba hacia otra habitación, resonaba en mi cabeza la historia que acababa de escuchar, una historia acerca de un chico que se metía en una situación incómoda, y huía. ¿Se burlaban, acaso, de nosotros? ¿Contaban historias sobre los humanos, sobre sus costumbres, su cultura retorcida? Quizás somos una caricatura, un grotesco, una sociedad en acuerdo acerca de convenciones ridículas. Alguien de otro planeta no podría entenderlo. Yo mismo entendía algunas cosas a duras penas.

La otra habitación estaba casi a oscuras, sólo un débil rayo amarillento surgía de un rincón, y se escabullía entre las sombras. Escuché débiles notas rasgadas del rincón opuesto, y pude distinguir a alguien acurrucado contra la pared. Tocaba su guitarra inconexamente, formando una cortina de sonidos recortados y demenciales, que se encadenaban de forma ilógica. El centro estaba completamente a oscuras, o eso pensé, hasta que mis ojos se acostumbraron y distinguieron algo negro moviéndose sobre negro. Cómo un murciélago enorme, dos brazos se estiraron para dar aparición a un ser extraterreste, sin dudas lo era, pero no del mismo planeta que los anteriores. Encorvado, casi tocaba el techo, y sus extremidades eran largas e intrincadas. Sus ojos negros no tenían fondo, clavados en un horizonte invisible. Parecía no vernos. Empezó a recitar una historia, acerca de un ser aun más terrible y monstruoso que él. Quizás era su padre, o un prócer de su planeta. ¿Greno dijo? No eran palabras de este mundo. Agitado, caía rápidamente en rumiaciones, para explotar en gritos de ira. Extendía sus brazos a veces, y rasgaba las paredes con las uñas. Las sombras que proyectaba nos envolvían, independientes del cuerpo que las originaba. Detrás suyo, las notas inconexas del guitarrista habían formado una capa espesa e hipnótica. Estábamos tan cerca. El gigantesco ser tomó una vela, con la que iluminó sus rasgos inhumanos, tensados por la rabia. La historia terminaba. Lo supe al sentir que la mano que apretaba mi corazón cedía. ¡Váyanse! Gritó el engendro, y nos fuimos, algún valiente le dedicó una última mirada. Yo no. Mientras iba hacia otra habitación pensé que el contexto lo es todo, aún interplanetariamente. Tal vez nos estaba contando su propia historia, o una historia de su tradición familiar. Tal vez la había inventado, o sólo podía contarla una vez. Nosotros lo miramos como un entretenimiento, un león enjaulado.
En la última habitación confirmé mi sospecha: se burlaban de los humanos. Estaban pasando una película, hecha de filmaciones en la calle. Cámaras ocultas en esquinas, kioscos, bancos de plaza, filmaban a la gente pasar. Había gente en las colas de los bancos, gente tomando café, leyendo el diario. Algunas estaban aceleradas, puestas boca abajo, duplicadas. Un collage de nuestra cotidianidad. Se mofaban de

nuestro ciclo de vida, ese ciclo repetitivo, esa rueda hacia la muerte. Pasó al frente otro alien, muy parecido a un humano. Pero yo soy bueno para reconocerlos, para detectar esa falla en la copia. El que tomó el escenario tenía puesta una remera y una bufanda abrigada. Contó otra historia, muy meticulosamente, paseándose por el espacio. Detrás suyo caminaba la ciudad, en eterno trance. Daba una conferencia sobre nosotros, plasmados en blanco y negro como una estadística, un gráfico de barras.

Los aplausos dieron lugar a la música, y dos chicas que no pude clasificar llenaron el aire de sintetizadores. Sacaban instrumento tras instrumento, y entre las dos hacían el trabajo de una orquesta.
Comí apenas un bocado, y me lancé a la noche helada. La niebla había desbordado las vías y cubría las calles. Lejos estaba mi mundo, detrás de esa frontera implacable que apenas distinguía. Sombras fantásticas se cernían sobre mí, luces imposibles. La máscara de realidad era apenas un velo.
Charles White
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