Por Santiago Astrobbi Echavarri
La improvisación es uno de los baluartes de las nuevas generaciones: la libertad, fluir, dicen, la magia del momento. Y tienen muchísima razón en celebrar la desestructuración del arte, la mezcla de géneros, la fusión de estilos y estímulos, la exploración sensorial sin privaciones. La música fluye irremediablemente en esta dirección, sigue el curso del río pendiente abajo con determinación. Sin embargo, todavía quedan algunos salmones en el agua…
Y los salmones no son generalmente los artistas o, por lo menos, no siento que se produzcan tantas obras kilométricas para ser ejecutadas con diez instrumentos a la vez durante una hora sin interrupción. Los salmones son los espacios alternativos que rescatan este tipo de obras: piezas cronometradas, de una precisión y complejidad inconmensurables, perfectas, redondas.
El viaje que nos propuso Steve Reich por medio del TACEC (Centro de Experimentación y Creación del Teatro Argentino) fue el mismo que, hace diez años, inauguró este espacio. Allí estaba la melancolía, allí se vivía una rememoración, allí se miraba, también, hacia el futuro. Un agudo sentido de la percepción sensorial, del que, permiso, voy a hacer alarde, me mostró, ya en la recepción del teatro, que la ansiedad y la expectativa eran grandes. Dieron sala y pareciera como si, de repente, hubiesen avisado que regalaban croissants rellenos en el interior, porque el público se abalanzó en manada. Todos queríamos saber, mirar, tocar, sentir.
Un hexágono de cinta roja enmarcaba un grupo de artefactos que podría calificar con el epíteto de astronómicos o interplanetarios, ya que la palabra “instrumentos” se quedaría corta. Los ases blancos cortaban el humo, la atmósfera estaba cargada, el frío insistía, aunque había amainado un poco gracias a la revolución interior, a la expectativa. Con que Drumming era eso: cuatro pares de tambores de bongó, tres marimbas, tres glockenspiels, micrófonos, píccolos.
Hasta que ingresaron los músicos y desordenaron el silencio, y ahí ya todo se volvió más difícil de adjetivar: ominoso, catártico, tribal, intempestivo. Claramente minimalismo, sucesión ordenada de desórdenes, pero complejidad, sin ningún lugar a dudas, obtusa complejidad. El trance tuvo etapas más tamborileras, otras más agudas y angelicales, otras incluso un tanto oscuras y reflexivas, o tal vez ese haya sido yo que me subí a un tren llamado Drumming y no me quise bajar.
Pasaban las estaciones y sentía que entraba frío por las ventanas, que se me erizaba la piel, que necesitaba cerrar los ojos. Las luces y las pantallas me penetraban desde todos los ángulos, el bombardeo continuaba, un golpe de tambor tras otro, un silbido de flauta y luego otro. Las vías del tren se sacudían bajo mis pies: eran los contratiempos de la orquesta, que se convertían en perfecta simetría, en antagonismo perfectamente calibrado.
La sincronización del viaje me abrumaba, y otra vez el frío por la ventana, ¿o seré yo? Cuando la música te interpela, el cuerpo te lo hace saber y yo no sé si era el frío o la música o las luces o todo, todo junto, lo que me provocaba una sensación elevadora, sublime. Lo sublime de la ejecución milimétrica, la percusión reconectándonos con nuestro pasado, con nuestros ancestros, con nosotros mismos.
Cuando abrí los ojos, los aplausos marcaron la llegada a la última estación. Con el último golpe, los músicos nos devolvían la responsabilidad de actuar ante la falta de estímulos, nos devolvían el control de nuestra alma. Un poco atontado todavía, caminé lentamente hacia la salida sin querer salir. Toda esa ansiedad y esa expectación ahora se habían convertido en satisfacción, en vuelo interno: el salmón nos había mostrado, una vez más, que hay que conocer la dirección de la corriente del río, pero que siempre hay que nadar en contra.