Por Daniel Schechtel
El pasado miércoles 26 de junio me dirigí al teatro San Martín de la calle Corrientes porque sabía que Joaquín Furriel reencarnaría a Hamlet, obra dirigida por Rubén Szuchmacher, durante tres horas; el lapso de tiempo prometía, como también lo hace toda Verfilmung[1] extensa, fidelidad a la obra escrita, motivo no menor de mi entusiasmo.
Cuando se abrió el telón de la sala Martín Coronado, dos guardias caminaban sobre una plataforma elevada en el proscenio. Me sentí afortunado: efectivamente era la primera escena de Hamlet, Príncipe de Dinamarca. El lenguaje era una incierta mezcla de lirismo y español neutro que por momentos transaba con el rioplatense, como bien me lo señaló mi compañero literario Santiago Astrobbi.
Pero conservaba su elocuencia, su humor y su poesía. Allí estaban las mismas expresiones de maravillada sorpresa, los mismos discursos grandilocuentes, el mismo asombro renacentista, tan caro a mi sensibilidad. El fantasma de Hamlet padre era pater ex machina: un actor de pie sobre una suerte de columpio, elevado sobre los demás actores. La escena se desenvolvió con ciertos atropellos (como risas o tropiezos verbales), cuya intención y cuya definición estéticas nos evadían con la misma vaguedad ambigua con la que nos evade la identidad de los rasgos característicos de una persona que acabamos de conocer.
La primera escena llegó a su fin. La segunda se inauguró cuando las cortinas se hicieron a sendos lados. Veíamos la plataforma sobre la cual los soldados habían caminado y, por detrás, apenas visible, un grupo de personas presumiblemente sentadas a una mesa oblonga. La única persona de pie, previsiblemente el nuevo Rey Claudio, daba un discurso sobre la desdicha de la muerte de su hermano Hamlet (padre) y la dicha de su nuevo matrimonio con su (ex)cuñada Gertrudis. Nuevamente, sobresaltos prosódicos y sonidos descontextualizados salían de la boca de, en este caso, Claudio. No entendíamos qué función cumplía la visibilidad parcial y casi nula de la escena. Hasta que de pronto, quizás para evitar la urdimbre de retorcidas teorías dramáticas sobre la cuestión, el personaje de más a la derecha, un joven de piel blanca, elegante ropa negra y pelo color carbón que parecía estar sentado de espaldas al conciliábulo, se puso de pie bruscamente y se dirigió a lo que parecía ser una puerta, en el extremo derecho del escenario.
Cuando Hamlet, porque se trataba de él, hubo salido de la escena, el Rey Claudio entonó, con su solemne voz, una línea que no estaba en Shakespeare, pero sí en esa trama paralela que se desarrollaba frente a nosotros: “Resolveremos este problema técnico y volveremos enseguida”. El público destronó a ese rey con una carcajada atronadora. Los personajes sentados comenzaron a ponerse de pie, uno a uno. Se respiraba cierta indignación sobre el escenario. De repente, las cortinas volvieron a besarse a medio camino frente a los actores, ahora ocultos, y las luces se encendieron.
Nos acababan de regalar una versión original e irrepetible del comienzo de Hamlet. En nada se vio estropeada la imagen de la obra. Incluso esa rebeldía de Hamlet al salir y el velo que representaba la plataforma, que ocultaba la ignominia de un Rey fratricida, eran perfectos símbolos de todo lo que estaba por acontecer.
Cuando el telón volvió a abrirse, la escena se desenrolló con soltura, sin plataforma obstaculizadora ni titubeos por parte de los actores.
Me es difícil comentar la obra por el maravilloso hecho de que se podría resumir con el siguiente sintagma verbal: representaron fidedignamente el texto de Shakespeare. Todo está sobre las tablas: Hamlet actúa absurda, cínica e histriónicamente y sólo es él mismo ante los ojos de Horacio; su padre, como el original, les grita a los guardias que juren que guardarán el secreto, en la escena en la que Hamlet habla con él; el artista de la compañía de actores recita hasta las lágrimas todo el relato sobre Hécuba que Hamlet le pide que narre y sobre el cual éste entretiene, luego, la reflexión sobre la relación entre ficción y realidad; Ofelia, en su locura, canta todas las absurdas canciones que Shakespeare puso en su boca; efectivamente se cava la tumba de Yorik y Hamlet levanta el cráneo y se pregunta por el sentido de una vida humana que termina en el polvo; Laertes indeed es sensiblero y romántico, especialmente hacia su hermana Ofelia; Gertrudis, la madre de Hamlet, es igual de esquiva y misteriosa; incluso aparece Fortinbras en la última escena, cuando todos excepto Horacio yacen muertos en el palacio, y le pide a éste que le cuente todo lo ocurrido, fundando ese recurso cíclico que tantos –entre ellos, previsiblemente, los franceses– le adjudican a Marcel Proust.
Las imágenes y los símiles de la obra están allí: la nieve, que aparece en un sinnúmero de analogías; el cínico discurso de Hamlet sobre los reyes como alimento para gusanos; la majestuosa comparación, hecha también por Hamlet ante sus dos antiguos amigos, de su persona con una flauta; los innumerables y patéticos consejos del prudente Polonio a su hijo Laertes, antes de que éste se marche a Francia; las vulgares acusaciones que Hamlet le hace a Ofelia sobre las mujeres durante la obra de teatro. Inútil seguir enumerando.
Se podrían comentar tres elementos sobresalientes.
El primero es el único negativo. La actuación de Claudio, a mis ojos, no estuvo a la altura de sus colegas. Si bien hay que admitir que el infortunio de la plataforma puede haberlo desconcentrado, hay que decir que no se percibe maldad en sus palabras cuando debería exudarla, ni verdadera culpa o desesperación cuando ora a Dios y se pregunta por el valor de la oración y del arrepentimiento. La escena no sólo fue poco creíble, sino también patética. Mi compañero Santiago Astrobbi lo explicó fácilmente: es el personaje el que genera intencionalmente esa desconfianza. Pero yo no estoy seguro.
El segundo elemento es la escenografía: se representan perfectamente las diferentes habitaciones del castillo, con sus altas puertas, sus sillones, biombos e incluso la luz que ingresa por los cristales desde el exterior. La sala en la que ocurren la mayor parte de las escenas tiene un teatro elevado al fondo, con un telón verde como el de la sala Martín Coronado en la que nos encontrábamos. Cuando los actores itinerantes actúan la obra creada por Hamlet para torturar la consciencia de Claudio y buscar la culpa en su reacción, se abre el telón verde del fondo y se descubre otra estancia igual a la sala en la que la familia mira la obra, incluido el telón verde del fondo. Esto vuelve visualmente más clara la incrustación de una obra de teatro en otra obra de teatro.
El tercer elemento destacable es la actuación de Polonio, quien, estoy seguro, es el personaje favorito de la audiencia. Sus manierismos, su esnobismo, su pretendida sofisticación, sus consejos y moralismos, su cargada retórica lo hacen tan querible como detestable. Cuando Hamlet lo asesina, me atrevería a decir que vemos cómo uno de los personajes preferidos de la audiencia acaba con el otro, como si lucharan por el amor del público.
El trabajo de Szuchmacher es, en una palabra –tan vacía como fatídica– excelente. En pleno siglo XXI, inundados del escepticismo posmoderno y abrumados por el apuro capitalista, poder ver Hamlet, Príncipe de Dinamarca en su totalidad y con el aura trágica, aunque también jocosa, con la que, presumiblemente, se escribió, es un privilegio que nadie tiene derecho a negarse, si tiene la posibilidad.