Por Daniel Schechtel
El equilibrista de Mauricio Dayub, Patricio Abadi y Mariano Saba
Espectáculo del día martes 19 de marzo de 2019
El póster celeste y sobrio muestra a Mauricio Dayub, el actor de este unitario, haciendo equilibrio sobre un listón azul. El afiche reza El equilibrista. La música de mobiliario que acompaña el acomodamiento de la audiencia es francesa: vagamente se percibe un acordeón y más claramente se oyen las erres arrastradas y las melodías típicas de la chanson française. El volante que me entregan ofrece una imagen con más información sobre la obra: Mauricio Dayub encarna, en la foto, diferentes roles en diferentes edades y rubros laborales. La obra comienza con una música de acordeón familiar para el oído porteño y con la aparición de Mauricio con una larga prenda de vestir vieja y un acordeón en las manos.
Si tuviéramos que resumir lo que se sucede a partir de entonces, podríamos hacerlo en la siguiente oración: un gran talento actoral de gran destreza atlética dispuesto a lo imposible brilla en el medio de un lenguaje escénico versátil e inventivo, pero al servicio de un guion pobre, flojo en estructura e hilo narrativos y cargado de humorismos anacrónicos, de machismos de manual y de reflexiones presumiblemente conmovedoras pero totalmente kitsch, con una música absolutamente funcional pero completamente cliché.
La historia que nos cuenta directamente el personaje, rompiendo la cuarta pared, no es más que la repetida fábula de la herencia italiana: el porteño que, en sus observaciones familiares, va descubriendo un mundo al cual pertenece más de lo sospechado, lo que lo lleva a viajar a Italia y descubrir, generalmente a través de una carta preservada por años, alguna traición familiar o algún desamorío. Los chistes, las alusiones a tradiciones y algunas reflexiones que buscan la empatía de la audiencia corren el riesgo de dejar afuera a todo aquel asistente carente de tradición familiar italiana u europea.
Entre los remitentes no contemplados en lo que se suele denominar la audiencia ideal (es decir, la audiencia que el guionista tiene en mente a la hora de escribir la obra) se cuentan: quienes no tienen herencia familiar de inmigrantes europeos, las generaciones más jóvenes y las mujeres. Esto se debe a las referencias culturales pasadas de moda, al humor retrógrado y al machismo, como se explica a continuación.
Las referencias y expresiones culturales anacrónicas (como comparaciones o metáforas vestigiales, ya inentendibles para las generaciones jóvenes) delatan la proyección de una audiencia ideal envejecida. Referencias a figuras culturales que ya no aparecen en el discurso corriente (como Héctor Alterio) y aforismos sensibleros que hace más de medio siglo ya no conmueven intelectual o emocionalmente a las nuevas audiencias (como “la vida es de los que se animan a perder el equilibrio”) delatan una intención estética que no se adapta a la sensibilidad contemporánea.
Sobre el humor retrógrado, que basten los siguientes ejemplos: el simple histrionismo; la vulgarización y caricaturización de personajes que cotidianamente llevan una porte seria y comprometida (como el árbitro de fútbol o el bañero, que son dos tíos del protagonista, malhablados y laboralmente irresponsables); y la hipérbole de algunas expresiones verbales, sobre todo cuando los personajes entran en crisis emocional (suceso frecuente a lo largo de la obra).
Además, los chistes machistas, pertenecientes a un imaginario patriarcal que cosifica completamente a la mujer (quien, como implican algunas escenas de la obra, debe ser conquistada por el hombre a través de la exagerada perseverancia y de acciones heroicas), le niegan un lugar en la audiencia; esto se debe, entre otras causas, al trilladísimo recurso de mal gusto de referirse a Ella de manera prototípica y en tercera persona, es decir, como si estuviera ausente.
Por otro lado, en cuanto al aspecto narrativo, podemos afirmar lo siguiente: el guion carece de una motivación narrativa que justifique cada una de las escenas del itinerario que realiza el personaje al viajar por sus recuerdos. Primero: todavía me hago la pregunta que toda obra de arte clásica contemporánea debe responder al comienzo, aunque sea de forma velada e indirecta: ¿por qué me tiene que interesar esta historia?[1] Segundo: las historias de cada uno de los parientes del personaje están atadas de manera vaga y arbitraria, y al final sólo sirven para justificar alguna frase sensiblera y para permitir a Mauricio desplegar todo su talento actoral.
La salida, por supuesto, es la del posmodernismo: si la obra pretende representar el típico discurso de un argentino porteño descendiente de italianos inmigrantes; es decir, si la obra, con distancia irónica, nos quiere decir “miren cómo son los descendientes de inmigrantes”, entonces el éxito es rotundo. Sin embargo, no hay en la obra signo alguno de que tal fuera la idea — y, para los que niegan la falacia intencional (que dice que la intención del autor no entra en juego a la hora de interpretar o analizar una obra), deducimos fácilmente, de escuchar al mismo Dayub en entrevista, que tal intención posmoderna está lejos de ser la motivación.
Con todo, la obra contiene tres elementos que son dignos de un grandísimo elogio: el lenguaje escénico, la representación narrativa y la actuación.
Con lenguaje escénico hago referencia a los aspectos técnicos de la puesta en escena: cuerdas, poleas, escenografía, objetos, luces, música. Como los films que usan como excusa una trama narrativa de manual para poder explorar la cuestión estética (a la manera de Wes Anderson o de Bruno Forzani), El equilibrista por momentos parece ir por ese derrotero (probablemente a pesar de la intención de sus creadores). Que sirva como ejemplo la escena que más disfruté y que describo brevemente a continuación.
De la primera escena, que nos muestra al protagonista con un acordeón hablándonos de su abuelo, pasamos al comienzo del viaje proustiano hacia el pasado contenido en la memoria del protagonista[2]. En la segunda escena, la escala cambia abruptamente: de pronto nos encontramos contemplando de cerca la ventana del cuarto del protagonista cuando era niño (dibujada con iluminación en la pared del fondo), de la cual emanan las luces de los platos voladores que el narrador dice haber visto. Es como si nosotros fuéramos el niño y viéramos, enorme, la ventana. En esto, el actor sigue de pie frente a nosotros, pero nos da la espalda bajo las sombras y no deja de narrar: a quien gusta del impresionismo y de la literatura modernista, esta escena puede transportarlo/a a la ficción de Virginia Woolf, con su uso de la voz de la consciencia, su lento paso del tiempo y su percepción casi microscópica. No conforme con eso, el protagonista, sin dejar de narrar, hace girar un objeto cilíndrico alargado, como una cuerda, que produce un silbido, el que dice haber percibido esa noche el personaje. Y cuando narra que el corazón comenzó a latirle violentamente, una luz roja intermitente brilla en la punta del objeto sibilante. La música y la iluminación jamás dejan de acompañar la narración. La obra no volverá a estas escenas de percepción pormenorizada.
Con lo antedicho quise ilustrar la calidad del lenguaje escénico (cuyos detalles nos llevaría horas desmadejar) y adentrarme en el segundo elemento digno de elogio: la representación narrativa. Si bien, como he dicho, la trama narrativa se encuentra débilmente motivada, la trama representativa es perfectamente cohesiva. Es decir, la representación del pasaje entre escena y escena da la impresión de inevitabilidad, quizá el más grande elogio para la estructuración de una obra de arte clásica. Ejemplo: el personaje avanza acostado sobre una patineta, mientras tiene ensoñaciones placenteras (que, obviamente, va verbalizando); cuando llega a uno de los límites del escenario, se choca la cabeza contra la pared, y este choque coincide con un recuerdo súbito que tiene el protagonista. Este recurso narrativo se denomina correlato objetivo: toda emoción está representada por un objeto o evento objetivable. Esto vuelve la narración fluida y ágil, puesto que la audiencia, auxiliada por los objetos, puede pasar sin dificultades de una emoción a otra y de una secuencia a otra, pues éstas se encuentran señaladas de manera clara.
A pesar de la versatilidad e inventiva del lenguaje de El equilibrista, no podríamos afirmar que la obra merece llenar el teatro como lo hace, si no fuera por el trabajo actoral de Mauricio Dayub. La obra le exige que corra, salte, trepe, ría, se conmueva, traiga y lleve objetos, cambie de vestimenta reiteradas veces, imposte diversas voces y personifique variadas edades, y sobre, que haga equilibro. El equilibrio que el personaje debe lograr en su vida es el que Mauricio debe crear en diversos momentos de la obra: el equilibrio de los dos muñecos sobre la patineta que el personaje hace deslizar de un solo empujón a lo largo de todo el escenario, el equilibrio del árbitro superhéroe de capa-cortina que se pone de pie sobre una estructura para pintar un hermoso retrato de perfil y, finalmente, el equilibrio que hace el actor al avanzar sobre la cinta (sí, la que aparece en el afiche) al final de la obra.
Haciendo las cuentas finales, quizá se podría decir que existe, entre la grandeza de la forma y el contenido más bien chabacano, un frágil equilibrio dramático. Es en ese equilibrio, quizá, en el que se sostiene el espectador joven, como yo, hasta el último momento de la obra.
[1] Soy consciente de que la relevancia propuesta por la obra pretende ubicarse en elementos como el acordeón, el proceder gestual del actor y las anécdotas familiares, pero entiendo que dicha parafernalia está orientada a un público muy particular — la tercera edad porteña.
[2] Proustiano no sólo en la motivación de la estructura narrativa (una percepción en el presente -el aroma de las magdalenas, la música del acordeón- causa la memoria involuntaria -los recuerdos del protagonista de En busca del tiempo perdido, los recuerdos del personaje de Dayub), sino también en estructuración diegética: narración seguida de comentario.