Edénica, de Diana Rogovsky

Edénica: el goce de explorar

Por Jerónimo Corregido

La obra Edénica, de Diana Rogovsky, se presentó en el teatro Dynamo de La Plata, y se introdujo como continuación de Las gárgolas, producida por el mismo colectivo.

Al entrar en la sala, se podía ver a los cuatro bailarines dispuestos en el escenario, desnudos y con actitud displicente: Anyelen Demichelis, Alejandro Gregorio Lonac, Gabriel Lugo y Mónica Menacho. El maquillaje los presentaba como una ambigua mezcla de faunos y seres preadánicos, lo cual se reforzaba a través de la ingenua convicción con que esgrimían su desnudez. La iluminación hasta entonces era tenue y sugerente.

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Cuando el público se hubo dispuesto, los artistas comenzaron a realizar movimientos sutiles, como de quien sale de un sueño profundo. Esa primera parte, en la que los personajes se pusieron de pie y comenzaron a explorar el espacio, se desarrolló de manera demasiado lenta. Sin embargo, eso puede entenderse como un elemento funcional a la trama: la dilación inicial funda el tempo lento que le será propio a la obra. Durante ese episodio de ambigua parsimonia, la mente del público tuvo tiempo de habitar otros espacios, y la mía en particular viajó a las obras de Martha Graham, a aquellas secuencias de puestas en escena que evocaban los mitos clásicos, obras a las que las personas de esta generación no pudimos acceder pero que llegan a nosotros a través de los relatos de sus críticos. Y ahí estaba yo, asistiendo a la puesta en escena de un momento célebre en la mitología judeocristiana. En esa parsimonia inicial, mi mente halló el reposo necesario para disfrutar de la relevancia histórica de Edénica.

La iluminación también fue funcional al desarrollo de la trama. Desde el comienzo, el escenario quedó sutilmente dividido entre una zona de luz cálida y otra de luz fría. Esto enfatizaría los subsiguientes giros de lo apolíneo a lo dionisíaco.

Pronto los personajes descubrieron los elementos que serían esenciales en el devenir de la acción: cuatro largos trozos de plástico, que enseguida se convirtieron no solo extensiones los cuerpos, sino también en la banda sonora de la obra. Al ser puestos en movimiento, los plásticos comenzaron a crujir y a susurrar, y en el silencio imperante esos sonidos resonaban con auténtica autoridad. Me resulta curioso que el plástico sea necesario para desarrollar una obra sobre el Edén en estos tiempos. Pareciera ser que, aun cuando intentamos distanciarnos de la materia que teje este siglo, recaemos en ella inevitablemente.

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A través de una serie de movimientos muy bien coordinados, una de las personajes acabó con todo el tren superior envuelto en una amalgama de plástico, que le confería una apariencia ominosa y ambigua: parecía una potestad perdida, una disonancia en la música original, un trozo de noúmeno desprendido de la realidad. Las piernas desnudas no correspondían a aquel torso resplandeciente. Esta personaje llevaba, además, una tobillera de metal, que sería otro elemento importante. El sonido de las cuentas al vibrar colaboró con la musicalización iniciada por los retazos de plástico.

Los personajes fueron descubriendo prendas con las que cubrir su cuerpo. El vestuario no era convencional, y su función no era tapar las partes más convencionalmente privadas, sino problematizar la idea de tener algo sobre el cuerpo que no pertenece al propio cuerpo. También hicieron aparecer dos predecibles manzanas, que comieron entre los cuatro. Allí experimentaron la consabida separación con la invisible fuerza creadora, y algo cambió tanto en su conducta como en sus movimientos. Hubo un momento muy intenso en el que los cuatro personajes se acercaron al borde del escenario, y en su dramática expresión pareció entreverse la pérdida de la inocencia, la sentencia del Génesis: «Entonces se les abrieron los ojos y […] se dieron cuenta de que estaban desnudos».

En lo sucesivo se asistió a una progresiva animalización de los personajes, quienes en algunas ocasiones aportaron diálogos incomprensibles, infantilizados o deliberadamente absurdos. La animalización se desarrolló sobre todo a través de la técnica flying-low, en la que los cuatro artistas parecían estar sumamente entrenados. Los diálogos, por su parte, bien podrían haber sido suprimidos sin mayor daño para la obra.

La tensión fue una constante a lo largo de toda la acción. Esto se logró a través del uso de los silencios y de los sonidos de los plásticos y la tobillera. El resultado fue la oposición entre movimientos dionisíacos y apolíneos, que tan pronto podían sumergir a la audiencia en un pozo como encenderla tribalmente. Si bien hubo algunas escasos momentos de histeria, los mayores méritos de la obra estuvieron en los episodios más solemnes. Dentro de estos, el más memorable fue aquel en que los cuatro artistas, luego de haber desplegado los respectivos trozos de plástico prolijamente sobre los tablones, se arrastraron desde la punta del escenario hasta el fondo, haciendo uso, una vez más, de una prolija técnica de flying-low. Desde el fondo del escenario, se dispusieron detrás de cada uno de los plásticos y levantaron sus extremos. Con los semblantes por completo serios, iluminados por tonos fríos, hicieron ondear una vez, simultáneamente, los retazos de plástico. Esto provocó una susurrante y prolija ola que llegó hasta la audiencia. Lejos de amenazar con moverse, los personajes permanecieron imperturbablemente quietos y silenciosos en el fondo del escenario. A la orden de un llamado secreto, articularon la misma ola crepitante. Y la repitieron varias veces, con ominosa inmutabilidad, hasta que generaron una sensación de horror palpable. La mente del público tuvo tiempo de recorrer cueva oscuras una vez más, y mis pensamientos me remontaron a los Ainur, las potestades primigenias de la mitología de J. R. R. Tolkien, quienes, con su música, moldearon Eä, el universo. Esas olas de plástico bien podrían ser el mar, que con su propio sonido se iba dando forma a sí mismo; cuando los mismos plásticos habían ondeado en el aire, sibilantes, bien podrían haber referido a la creación del viento. Y esas cuatro potestades, que con sus rostros inconmovibles y azules gestaban olas de plástico desde el final del escenario, bien podrían ser los arquitectos de la realidad.La imagen puede contener: 3 personas, interior

El punto más alto de Edénica es el goce estético, el regocijo en dejarse llevar por la unidad artística de cada momento. Quizás esa virtud se logra en detrimento de la coherencia narrativa, que no tiene una unidad de acción discernible. Pero así es la danza contemporánea: un territorio donde la incoherencia es un modo de exploración. También es importante resaltar los muchos usos que se les dieron a los pocos elementos de la obra: los cuatro plásticos y la tobillera (sin contar las manzanas). De ellos se nutrió la música y la escenografía. Eso no solo es mérito de la directora, sino también de los artistas, quienes demostraron que, además de saber bailar, poseen inteligencia escénica y consciencia estética.

Para finalizar, en medio del radical distanciamiento entre la estética posmoderna y los modos clásicos, me permito una pregunta general. Cuando lo que se busca es enfatizar la creatividad, resulta saludable romper con las tradiciones anteriores; sin embargo: ¿es toda ruptura con la técnica clásica un modo auténtico de la creatividad? En otras palabras: si la misma bailarina que giraba con una pasión exacerbada hubiese dado sus pasos siguiendo una técnica más pulida e impersonal, ¿no habría sido capaz, tal vez, de transmitir una emoción más refinada, más profunda, más humana? En tiempos de olvido de las antiguas reglas del arte, en tiempos donde toda norma se pone en duda, es incluso válido preguntarse si la propia ruptura con la tradición no se vuelve un gesto tradicional. Desde una experiencia muy subjetiva, y por eso auténtica, Edénica me suscitó una impresión similar a la de muchas bandas de rock de La Plata: ¿será verdad que tocar como Jimmy Page y Robert Plant se volvió una pretensión ingenua, o será, simplemente, que tocar como Led Zeppelin es muy difícil?

Fotos por Kaloian Santos Cabrera

2 comentarios en “Edénica, de Diana Rogovsky”

  1. Hola. Me hubiese gustado me comentaras que habías escrito esto. Hay que darse una charla extensa, para hablar de técnicas de danza (nombras Graham, Flying Low, en las que los bailarines no se han especializado sin embargo y a las que no pretendemos aludir en la obra para nada, aunque si recorrido como cualquier persona que se dedica a la danza y tiene tantos años de estudio como ellos, pero también han recorrido muchas otras). Te referís a tradición pero ¿a cual? O sea estando aquí en la Plata, en la Argentina, esto es cuanto menos un tema para reflexionar (¿Danzas Folklóricas, Ballet Clásico, danza moderna? En fin). Quizás la comparación con las bandas de rock resulta a todas claras poco feliz, porque hay bandas muy diferentes entre sí en una ciudad que tiene una extensa trayectoria en alojar bandas de rock. y la idea de que los giros de la bailarina tienen poca técnica es sumamente imprecisa, pues hay muchas técnicas diferentes de giro en los derviches, por ejemplo, son totalmente distintas a las del Ballet o las danzas de otros países. En fin, dado que solicitaste no pagar la entrada, hubiera esperado otras cortesías. Me hago cargo de esperar amabilidades recíprocas donde no hay con quien. La obra no tiene porque interesarte o gustarte pero si deberías profundizar en algunos conocimientos si es que vas a aludir a ellos.

  2. Quiero agregar que hay por otra parte hay imágenes y reflexiones que haces de la obra que son muy invitantes a abrirse a pensar y sentir, eso es un montón.Y el subtítulo del artículo resulta muy en sintonía con nuestra propuesta. Por todo eso, gracias!

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