Los dementes
Por Charlie White
Escuchen lo que estos ingenuos pretendían hacer: una revista literaria. No, no, eso ya lo habían hecho (y recuerdo haber carcajeado al respecto). Más bien, habían organizado una presentación del próximo número de dicha revista.
Quizás no se entienda bien (la escritura nunca fue lo mío) el disparate que representaba este evento. Lo ridículo yacía en las atribuciones que se tomaban estos tipos, en lo que daban por sentado: de primera, asumían que personas fuera de su círculo íntimo leían la publicación (¡leer! Ni más ni menos, en esta época, leer un papel), un público si se quiere. Firmemente apoyados sobre esa suposición, concluían que este “público” que de alguna manera se hacía con la publicación, la leía con avidez, y estaba más que dispuesto a salir de la comodidad de sus hogares para asistir a una presentación, de carácter difuso, en un viejo palacio municipal.
Para llevar adelante esta empresa, invitaron a otros artistas de diversas disciplinas a colaborar directa o indirectamente en esta farsa. Yo era uno de ellos, y más allá de haber aceptado de inmediato, más a raíz de mi naturaleza afable y curiosa que otra cosa, pronto me encontré meditando al respecto. Se me encargó un proyecto fotográfico, una obra de arte “hermana” o quizás conectada, simbiótica, mínimamente referente o significante, al menos alusiva a las obras centrales de esa noche. No estamos hablando, entiéndase bien, de fotos sociales, de un registro visual. No se esperaba que ayudara a reconstruir los eventos (dios sabe cuáles serían). Se esperaba, quizás, que asistiera y procesara esa velada a través de mi mente y, a su vez, de mi lente, producto final de lo cual serían imágenes. O tal vez que excitara mi imaginación con el arte que en la velada acontecería y que eso me inspirara. En fin, sacaría fotos, de una manera u otra, pero ¿de qué? ¿De quién? Imposible saberlo.
Mientras pensaba en este asunto, no pude evitar maravillarme, casi también burlarme, de la arrogancia de estos sujetos. Una revista de papel, ni más ni menos. No tenía dudas de que habría asistencia. Nunca faltan aquellos que se vanaglorian de lo inusual, lo “fuera de moda”, nunca faltan los que se celebran, los intelectualoides, los huraños que gravitan hacia lo raído, y llevan libros raídos, y sacos aún más raídos. Me imaginaba tamaña farsa: pretender que la batalla no estaba perdida, la batalla contra la pantalla, contra el blog, el video, el podcast. En este momento están naciendo personas que no sabrán lo que es una revista (mucho menos una revista literaria). Y aquí se juntaban estos, a celebrar el camino opuesto (adecuadamente en un palacio, otro con la batalla perdida hace tiempo).
Luego, tuve que admitir que somos varios los que perdemos la batalla contra la “modernidad” (la modernidad que nos toca). ¿Acaso no es una fotografía un objeto en vías de extinción? ¿Qué clase de loco compraría una cámara, objeto caro si los hay, teniendo una en perfectas condiciones en su celular? Dos clics, un barrido, y la foto está editada y lista para publicar. ¿Quién se encerraría en un estudio a revisar cada color, cada luz, a recortar, pulir, resaltar?
Tampoco es mi intención llevar la bandera de la melancolía. Resolví que tal vez estos muchachos no eran tan dementes, tal vez eran como yo, un poco melancólicos. Quizás sólo querían beber con gente que le gustara leer. Quizás sólo querían escuchar su propia voz, resonando en verso contra las paredes ajadas de un palacio. Resolví asistir.
Llegué, la noche estaba fresca, y pasé. Nadie me atendió. Seguí sin detenerme (pues ya conocía el lugar) hasta el patio, donde un pianista deleitaba (o al menos musicalizaba) a los presentes. Habría 50 personas, quizás, o más, esparcidas. Algunas escuchaban, otras bebían, otras comían. En seguida me puse a fotografiar al músico, que se bañaba en una luz magenta que le daba de costado y proyectaba su sombra contra la pared, mezclándola con las pinturas. Sobre los edificios que nos cercaban, alguien proyectaba imágenes móviles, y se me antojó un fantasma etéreo y musical que bailaba sobre nuestra ciudad. Mientras bajaba al patio, me crucé con personas conocidas, personas desconocidas y algunos conejos. Reparé en que el músico estaba colocado sobre una tarima, armada con luces de colores dispares, como de árbol de navidad. Pronto tenía un vaso de vino tibio en la mano y caí en la cuenta de que ya estaba inmerso en esa historia. El pianista, en su isla de color, mezclaba notas anhelantes, serias, vibrantes, que se teñían de magentas lisérgicos, fucsias rabiosos, azules quejosos. Parecía estar muy lejos, en otra realidad. El resto de nosotros recorría la oscuridad, seguidos de cerca por un perfil pintado en la pared, que presenciaba estoico esa mezcla de gente, más sonido que sólido, que llevaba palabras de acá hacia allá, y viceversa. Él y yo, que había clavado mi trípode en el centro de todo, tratábamos de capturar sombras pasajeras.
Misticismo había por doquier. Era una farsa, de seguro. Pero todos estaban implícitamente comprometidos con su papel. En una habitación enorme vacía, tres figuras se refugiaban entre libros, sin intercambiar palabras, sin moverse, excepto para soltar alguna nota aislada. Mujeres se frenaban en los marcos de las puertas para hacer una pausa, incluso hasta mirar por detrás del hombro.
No sé cuándo empezó, pues fue antes de que empezaran a llamar a la gente por grupos. Todos éramos atraídos hacia las habitaciones, llevados por algún sonido, el rebote de una luz, unos pasos crujientes en la madera. La casa se nos ofrecía caprichosa, dejaba algún detalle fuera de lugar, silenciaba algunas voces, y hacía eco con otras. Yo me escabullí por detrás de la primera excursión, cuando bajaban por una desvencijada escalera de madera, estrecha y chillona. Por detrás de los vidrios sucios, se observaban escenas de maqueta: personas inmóviles, hipnotizadas por un lector que ocupaba el centro de la habitación, también inmóvil. Bien podría haber sido un muñeco con un parlante, atacado por luces saturadas que le arrancaban sombras ilógicas. De golpe, el parlante se cortaba, y la gente se movía sin moverse, más bien deslizándose hacia el próximo destino, sin hablar, sin mirarse, cargados de pensamientos ajenos, disociados de su cuerpo.
Pronto estaba subiendo a la primera habitación, donde uno de estos dementes se mostraba en todo su esplendor: parado en una esquina, de fino traje y cara limpia, sosteniendo un violín. Parecía determinado en su tributo al pasado, miraba oblicuamente a la nada y, sin más, se apoyó en el instrumento y resonó las paredes, manteniendo a raya al grupo que se hacía cada vez más grande. Otros artistas aparecían entre las sombras, y sin señal visible a nosotros o entre ellos, se lanzaban a recitar, encolumnando palabras con notas, con ademanes y miradas a realidades invisibles. El violinista vibraba y frenaba de golpe, como súbitamente extasiado con alguna estrofa, detenido en el tiempo, y luego continuaba. Una mujer sensual empezó a cantar, y luego leyó con dolor, y luego tomó impetuosamente de una botella, y se fue, comandada por furiosas notas. Otra mujer se apoyaba en su sombra, recitándole a un cuadro a su lado. Un hombre de barba azul la relevó y pareció extasiar al músico, que también recitó.
En otro cuarto, notas de guitarra eléctrica (¡por fin! Un atisbo de modernidad). El cuarto, más pequeño aún, estaba inundado por completo de luz, y un amarillo permeante nos transportaba a una mañana de playa de metal. Cientos de libros amarillos nos rodeaban, en un trance progresivo. El hombre de la barba amarilla recitaba, oficiando de maestro de ceremonias en el centro, mientras el guitarrista se elevaba en su trance y elevaba las notas cada vez más. La gente mezclada entre los libros miraba desorbitada, quizás transportada, quizás nerviosa, las caras amarillas y petrificadas. Aunque nos íbamos a la próxima habitación, el músico no detuvo su guitarra, ni levantó la mirada, o dio indicación alguna de comprender que su turno había terminado. Se quedó allí, tocando, y su música aún se escuchaba a medida que bajábamos.
En una habitación enorme vacía, las tres figuras que había dejado horas atrás, seguían en la misma posición. Ahora, con nuestra presencia, acusaron movimientos delicados, hicieron sonar sus guitarras, mientras la figura del medio recitaba. Había más libros que personas, había más palabras que libros. Palabras fuertes, que atravesaban; el relator disparaba una tras otra a la multitud que lo rodeaba. Yo me escondí detrás de un mueble, espantando los ecos con mi cámara. Pero el techo altísimo rebotaba significados hacía mí.
Seguimos bajando dantescamente, por una escalera muy angosta, que llevaba a una habitación cuadriculada por largos estantes de metal, llenos de libros. Los lomos ajados succionaban casi toda la luz, y apenas podíamos ver el reflejo de un resplandor, donde intuíamos nos esperaban.
Cercado por un semicírculo de velas, el último relator (no sé por qué presentí que era el último) se erigía con la mirada vacua. Sus palabras llegaron sin aviso, pues la música estaba sonando desde antes que llegara. La presión de esa casa enorme arriba nuestro, las luces que fundían su calor con las velas, las pisadas fantasmas que aparecían y desaparecían sobre el techo transparente, el tono ominoso de un recitado imponente, parroquial, todo eso nos ponía de rodillas. Un sermón melancólico y pegajoso, abarcativo de todo lo que hay en el mundo, de todo lo que hubo. El último relator, mesías rígido que absorbía con sus ojos las páginas de la revista que sostenía y las liberaba hacia la habitación, a veces levantaba de golpe la mirada y la clavaba en uno de los fieles que, con la cabeza gacha, alguno con los ojos cerrados, se dejaban azotar con versos, versos de locura, de muerte, de capitalismo venenoso, maquinarias monstruosas que se alimentaban de corazones y escupían plástico. Estábamos en un torbellino, que latía con luz ambarina, moviendo las paredes inscriptas con leyendas misteriosas y dibujos milenarios, mientras las palabras seguían brotando, maniáticas, de una boca que no se movía, de un cuerpo erecto de electricidad, que subía y bajaba. Estábamos en una iglesia demente, arrojados ante un dios intelectual y cruel, ebrio y desvariante. Y de golpe, terminó.
De la subida, las palabras de despedida y los aplausos, no me acuerdo. Salí un poco mareado al patio, donde el pianista seguía en su isla cromática. Tomé aire y vino, comí poco.
Vuelto en mí, escuché una banda de gypsy jazz, y todos nos alegramos bastante. Tenía un poco de sueño, pero pude hasta zapatear un par de veces. Realmente, seguía un poco hipnotizado, y todo me parecía ese falso despertar, mitad consciente, mitad dormido. No sé qué hora era cuando salí, me tomé una cerveza y me fui. Palabras mezcladas y notas sueltas resonaban en mi cabeza, y aún lo hacían cuando me acosté.
Fotos de Charlie White.