Por Lucas Tejerina
No sabría decir si es una época triste de mi vida.
No es un tiempo alegre.
Tampoco es época de transición.
En esta parte no hay puentes,
barcos que me crucen ni orillas que me auxilien.
Varias cortinas metálicas se han bajado, para siempre.
Cada vez duermo más y cada vez me levanto más cansado.
De la mujer que me quiso con un amor
como para que el amor nos deba un monumento,
quedan despojos. Despojos de mí, en ella, también hay.
Aquí, en el campo de mi abuela donde paso algunas horas,
las gallinas buscan las ramas de los árboles donde dormir,
yo les busco las patas. A la noche vamos con mi primo Katu
al bar de la estación de servicio,
– un oasis de tubos fluorescentes
mal iluminando la curva del asfalto -.
Uno de los Migueli viene con nosotros.
A 50 mts., cruzando la ruta,
está el Suncho donde 30 años atrás
mi viejo gastaba noches en busca de parranda.
Qué bonita palabra: parranda. Huele a pólvora
y cuando se la tiene entre las manos
acaba el atardecer y pone en la boca del mundo
su rota carcajada la noche, mientras suenan,
más allá de las acequias que riegan los campos,
bombos legüeros, alguna baguala.
30 años después reincido,
cíclico practicante de un ritual cíclico,
en el vaso, la risa, la noche y el vino.
¿ La diferencia ?: afuera no esperan caballos.
Ya no hay vacas,
el ordeñe no se practica,
el tambo está derruido.
La estanciera azul, lo que de ella quedaba,
– restos que me sirvieron para esbozar un escrito -,
su carcaza carcomida por noche, sol y mierda de gallina
no está, no están los sauces llorones,
sus sombras continentales que aquí nombradas son nada,
no está Don Figueroa en cuclillas
al lado de la puerta de su pieza, no está Don Salinas
montado a su caballo de altura kilométrica,
no está la casa de los Chávez surco de por medio
a la casa de mi abuela, no están las primas de mis primos,
no está la difusa imagen de la centenaria Doña Amalia,
no están los tarros de la leche,
su duro repique contra el carro que a la ruta los llevaba,
no está mi tío Antonio, su voz grave, gritona,
su entrañable torpeza demoníaca la tarde
en que me rompió los anteojos
y su intento de arreglarlos con barro y con alambre.
No están los bolivianos llegados en la década del 90
a sembrar tomate, comer arroz y,
para envidia de los viejos habitantes de estas tierras,
comprar camionetas modelos 80.
La tierra aquí es seca,
pero mientras escribo, una fina llovizna
cría goterones sobre las hojas y los techos,
así prepara su cosecha el agua.
Cerca, rondando en las patas de la mesa,
en busca de maíz, pulgas o gusanos,
corridas por los gallos, mueven,
equilibristas zen, sus culos, las gallinas.
Lo bueno es que tampoco
están los fantasmas de todos los que faltan,
por más que los perros ampollen sus gargantas
ladrándole a la cruz en el lugar donde un auto
mató a un tal Ocampo;
muertes ocurridas hace siglos,
vidas que atraviesan el cascabel del tiempo
y vuelven, repetidas, en vacío y potencia, cada tanto.
Queda en pie, encorvada,
a punto de romperse y para siempre,
mi abuela.
Después de ella no hay forma
de predecir que será de estos campos.
Quizás prevalezca la tierra sobre el hombre.
O viceversa. Lo difícil será no encorvarse.
A mi me debería envenenar,
lenta y progresivamente,
en estas noches de verano,
el mejor día de mi infancia.
Ojalá lo esté haciendo,
en silencio,
como matan los niños a los sapos.
Lucas Tejerina
Publicado en Gambito de papel N°9, agosto 2018
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