Por Gabriel Ilieff
El hombre, al salir apresurado de su departamento, casi tropezó con una mujer que dormía en el suelo. Observó sin asombro aquel cuerpo gordo y semidesnudo en el pasillo. Se trataba de la loca del octavo. Una pobre mujer que, desde que su madre había muerto, se creía una niña pequeña. Iba a todas partes disfrazada con un vestido de princesa, sucio y rasgado por su barriga protuberante. En el edificio todos la conocían y, con el paso del tiempo, ya se habían acostumbrado a su trastornada conducta, a sus gritos despertadores en medio de la noche, a sus intromisiones en otras casas y, en especial, a encontrarla durmiendo en los pasillos.
El hombre miró su reloj; estaba llegando tarde a su trabajo. Echó un último vistazo a la mujer. Podía ser una princesa, pero roncaba como el diablo. Subió al ascensor. Cuando llegó al hall no encontró al portero. No encontró a nadie a quien informarle sobre el paradero de la mujer.
Salió del edificio y buscó un taxi.
Los teléfonos no dejaban de sonar. Los operadores los atendían con voces automáticas y de tono robótico. Una lluvia ajena y potente azotaba los ventanales de la oficina. El hombre, sentado en uno de los tantos cubículos, escribía a gran velocidad códigos interminables en una computadora. La transpiración le bañaba la frente y sus pies eran estrangulados por zapatos de pronto muy pequeños para él. Se sentía inquieto, con ganas de fumar, pero faltaban horas para el receso.
Dejó de escribir cuando ella apareció como revoloteando entre el alboroto. Hoy estaba prolijamente envuelta con un traje marrón opaco que contrastaba con la palidez sedosa de su piel. Sus anteojos limpios competían con el tamaño de sus ojos color paraíso. Se la imaginó desnuda, con la hoja esmeralda de un árbol endiosando su entrepierna. Se la imaginó así, deslizándose entre los cubículos sofocantes, depositando las carpetas. Brillando, ligera. Inquebrantable. Su nombre era Clarice.
Clarice entró en el cubículo del hombre y le dejó lo que pudo haber sido una sonrisa y una carpeta repleta de códigos que debían copiarse y corregirse en la computadora. Después se alejó. El hombre la persiguió inmóvil, con sus ojos soñadores y un tanto lujuriosos.
Una gota de sudor cayó sobre la punta de uno de sus zapatos oscuros.
Era la hora del descanso. Había dejado de llover. Las nubes se amontonaban en el cielo, grises, todavía amenazadoras. La terraza estaba repleta. Hombres y mujeres, metidos en sus abrigos y con las miradas perdidas en el vacío, agotaban un cigarrillo tras otro. Nadie hablaba con nadie.
Apoyada en la baranda, Clarice fumaba mirando la ciudad. Las calles se hallaban salpicadas de puntos insignificantes que se movían de un lado a otro. El viento acariciaba su cabello rubio. El hombre la observaba desde el otro extremo de la terraza, mezclado en la multitud ensimismada. Clarice apagó el cigarrillo, tiró la colilla y entró al edificio. El hombre dio una última pitada y la siguió. El ascensor iba a cerrarse cuando logró retener la abertura e irrumpir en el interior. Clarice estaba sola. Se saludaron con una sonrisa.
Hablaron de las lluvias incesantes y de lo insoportable que estaban los teléfonos. También se rieron de la falda cada vez más corta de la vieja del piso 20. Al hombre le hizo bien escuchar la risa de Clarice. Trató de impedir los silencios. No quería permitirse esa incomodidad. Los desenfrenados latidos del corazón lo hacían hablar rápido. Sin que ella lo notara, se agarró fuertemente la entrepierna por el agujero de un bolsillo descosido del pantalón. Se obligó a liberar las palabras, amontonadas por el paso de los meses. Le preguntó si alguna vez la llevaron a ver la luna. Y que, según los astrónomos, sería posible verla en el desierto, la noche del viernes. Le preguntó si quería acompañarlo.
Cuando dejó de hablar, aflojó la mano que presionaba su miembro. La sangre dejó de ser pesada y, durante un momento, se sintió aliviado.
Pero el hombre lo advirtió todo. Vio las manos de Clarice subir y cobijarse sus codos tersos. Contempló cómo en su rostro angelical se fabricaba una sonrisa indiferente, distante. Los segundos pasaron, eternos. Ella no parecía encontrar las palabras. Dijo algo sobre un compromiso, una cena familiar impostergable. Al hombre le dolió articular la respuesta. No importa. Solo quería preguntarte.
Clarice recordó repentinamente que tenía que buscar unos archivos para el jefe y detuvo el ascensor varios pisos antes. No dejaba de disculparse, como si hubiera acabado de romper algo. El hombre forzó una sonrisa y movió la mano en el bolsillo
El hombre salió del ascensor. Recorrió lentamente el pasillo, apoyándose en las puertas de los demás departamentos. Estaba llegando cuando sus pies chocaron contra algo. La mujer seguía desparramada frente a la puerta. Al parecer, nadie la había venido a buscar. La sacudió varias veces con un pie, pero no logró despertarla. Sacó un cigarrillo y se agachó. Mientras fumaba pasó sus dedos por la cara redonda. Le sacudió las mejillas y le separó los párpados. Sus ojos eran verdes. Después le levantó un brazo y lo dejó caer. Una risita desencajó los labios del hombre. Alzó tanto como pudo la cabeza y la soltó. El golpe seco lo hizo reír otra vez. Dio unas pitadas más y apagó el cigarrillo hundiéndolo en la piel blanda, dejándole un círculo negro y perfecto. La mujer siguió roncando como una bestia. El hombre suspiró, se paró y se desabrochó el pantalón. Abrió como pudo las piernas de la mujer y, poco a poco, la penetró. Cerró los ojos y se mordió con violencia los labios. Comenzó a moverse.
– ¡¿Te gusta, Clarice?! ¡¿Eh?!
El hombre siguió, cada vez con más fuerza, hasta que acabó con un alarido. Quedó tendido sobre la mujer, agitado, apretando lo que parecían ser los senos. Le dolía la cabeza. Todo le daba vueltas. Se sintió sucio, como impregnado de una humedad asquerosa. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Se percató de que estaba abrazando a la mujer y quiso despegarse. Intentaba liberar uno de sus brazos cuando palpó un bulto extraño. La mujer tenía algo en la espalda. Se esforzó en darla vuelta y descubrió un par de alas, finas y muy pequeñas, casi perdidas en la piel. Una de ellas tenía la punta doblada. El hombre, creyéndolas una imitación de plástico, estiró con la intención de arrancarlas. Cuando una de las alas se desprendió, la mujer comenzó a chillar. La sangre brotó rápidamente de la herida y salpicó el suelo. Él se alejó, arrastrándose, buscando desesperado en sus bolsillos las llaves del departamento. La mujer gritaba de dolor, sus ojos habían revivido y parecían a punto de explotar. El hombre se levantó y entró dando un portazo. La incredulidad se abatió sobre su corazón al hallarse frente a una multitud, que lo miraba desconcertada, sin soltar las carpetas y los documentos que se disponían a llevar a otros pisos. Las puertas del ascensor se cerraron a su espalda, amortiguando los alaridos. Los teléfonos seguían sonando en la oficina.

Publicado en Gambito de papel N°9, agosto 2018