Por Martín Gorsd
Mi hermano tenía tres años más que yo. Lo admiraba y seguía a todos lados. Era una persona especial, siempre original, creativo y buen compañero. Se pasaba la mayor parte del tiempo enseñándome cosas. Muchas veces inventaba juegos que probaba conmigo; y yo, encantadísima de ser el conejillo de indias de sus ocurrencias. Cuando inventaba algún tipo de aparato y me lo quería mostrar, en general lo rechazaba porque me aburría, pero él insistía hasta que me terminaba por enojar o accedía, y así a veces era su primera, única y última crítica.
Un día, su amigo Matías vino a jugar a casa y le enseñó a mi hermano a armar aviones de papel. Cuando sus padres lo vinieron a buscar, salí para que mi hermano me enseñara los pliegues que caían en uno de esos aviones que tanto me gustaba ver volar. Muy contento con mi curiosidad, me lo explicó todo con lujo detalles. Armó uno paso a paso, ante mis ojos, y cuando terminó lo tiró al aire. No voló mucho, fue prácticamente una picada lisa y llana al suelo. Me dijo que la mayoría de los que había hecho hasta el momento volaban así (si es que eso contaba como vuelo). También me dijo que había notado que los que volaban distinto eran los asimétricos. Mientras yo intentaba armar uno sola, él se quedó pensando. Luego de unos segundos volteó hacia mí y me dijo que teníamos que empezar a probar otra secuencia de pliegues hasta encontrar alguno que volara mejor. A mí no se me ocurrió otra forma de armar distinta de la que él me acababa de enseñarme, así que me quedé jugando con los que ya estaban en la vereda y con el que acababa de terminar; mientras, él inventaba.
—¿A ver si este funciona?— me decía él cuando terminaba de armar uno—. Le ponía un poquito de suspenso y lo tiraba. Ninguno de sus nuevos diseños voló ni diez centímetros hasta que, sin ser consciente, armó un tipo de avión que ya existía. El vuelo de prueba, que no tuvo suspenso, porque los anteriores aviones, al fallar, nos habían sacado el entusiasmo, nos dejó con la boca abierta a ambos. Era un avión que se conocía popularmente, pero nosotros no lo sabíamos y creímos que mi hermano lo había inventado. Planeaba tan suavemente que en cada vuelo parecía que nunca volvería a tocar el piso. Estuvimos un rato largo jugando solo con ese avión.
Más tarde, por una esquina apareció Ezequiel, un amigo de Flor, nuestra hermana mayor. Antes de ir a tocar el timbre de casa, Ezequiel nos saludó y nos preguntó por ese avión; le había llamado la atención la cantidad de tiempo que permanecía en el aire. Mi hermano le mostró su diseño y orgulloso le dijo que lo había inventado recién. Ezequiel se rió y le dijo que era un mentiroso, que ese avión ya estaba inventado, que ya existía. Mi hermano insistió y ofreció mostrarle cómo había llegado hasta él, a través de la serie de prototipos fallidos que habían quedado en la vereda de enfrente, junto a mí, esos prototipos representaban la evolución de los diseños. Ezequiel, un poco descreído, le dijo:
—Bueno, pero rápido porque se me hace tarde para ir al cine con Flor.
Con el entusiasmo reavivado, de espaldas a la calle, mi hermano dio un giro rápido y corrió a buscar los aviones fallidos. No vio que venía un auto y lo atropellaron. Lo internaron en un hospital. Estaba consciente, pero lo mantenían en terapia intensiva. Apenas pudo recibir visitas, mamá me llevó a verlo. Antes de entrar, me dijo que no me asustara por los aparatos, que eran para saber la fiebre nada más y que todo estaba bien. Hablamos como siempre y sentí todo lo que extrañaba que estuviera en casa.
Pasó una larga semana y todavía no le daban el alta. Todos los días le pedía a Mamá que me llevara a jugar con él. Me lo imaginaba más aburrido que yo misma, sola en casa. No podía disimular la preocupación que nos aquejaba a todos. Hasta que, un día, mientras jugábamos al chinchón, él percibió esa preocupación. Mientras pensaba qué juegos de cartas me convenía juntar, con una voz solemne y alegre a la vez, mi hermano me dijo que no me preocupara. Me confesó que en la vida su propósito era, por las noches, mover lentamente la luna hacia el horizonte hasta esconderla completamente:
—Mi deber es imprescindible —me dijo—. Si la luna no se esconde, el sol no puede salir, por lo que sin mí nadie de este lado del mundo volvería a ver el sol, nadie del otro lado volvería a ver la luna, y eso Dios no lo permitiría jamás. —Por eso es que no debía preocuparme: Dios no permitiría que algo malo le pasara. Me pareció hermoso lo que me dijo. Me puse muy contenta porque sentí la seguridad de que algún día volvería a casa y jugaríamos como siempre. En la cena, entusiasmada, le conté a papá. De su cara de cansado, como por arte de magia, apareció una sonrisa y unas lágrimas le cayeron de los ojos.
Al día siguiente, mamá llamó desde el hospital y le dijo a papá que mi hermano tenía mucha fiebre y que estaba delirando. Papá se preocupó tanto como mamá, pero yo seguía tranquila, porque confiaba en Dios.
Dos días después, mi hermano murió al amanecer y no pude despedirme. Estuve todo el día llorando con una mezcla de bronca, desilusión y tristeza que no me dejaba ni abrir la boca para comer. No podía creer que sus palabras hubiesen sido producto de la fiebre. Las ilusiones de volver a jugar con él se convirtieron en cuchillos dentro de mi corazón que me destrozaron desde el interior. Llegó la noche y no pude dormir. Pasaron muchas horas hasta que el exceso de vigilia me noqueó en la oscuridad, mientras en el comedor velaban el cuerpo.
Más tarde me despertó mamá, muy asustada, y me dijo que teníamos que irnos rápido. Me cubrió con una manta y me llevó en sus brazos. Salimos de la casa y nos subimos a un auto. De cara al cielo vi, a través de la ventanilla, que la luna estaba radiante.
Por los ruidos de afuera, parecía que había una histeria generalizada que se expresaba en caos y pánico. En la radio hablaba la presidenta por cadena nacional: pedía calma al pueblo, aseguraba que por extraño que fuera el fenómeno, el sol volvería en cualquier momento, pues le informaban que del otro lado del mundo todavía era de día y eso significaba que el sol aún existía.
Los relojes marcaban las doce del mediodía y el cielo estaba estrellado. Entonces reviví la confesión de mi hermano y entendí que sólo se equivocaba con respecto a Dios.
Publicado en Gambito de Papel N° 6, en agosto de 2016