Por Mariano Martínez
(Antes de comenzar, quiero plantearle a usted, indisciplinado lector, un desafío. Si en algún momento decide abandonar este texto, sea porque se siente ofendido o porque lo llamaron por teléfono o porque está la comida, o porque le mandó un guasap caliente su amante, o simplemente se está cagando, no olvide buscar en Internet la primera página de La Puta de Babilonia. Lo desafío a que la lea. Lo reto a que lo haga, carajo. Una vez que lo haya hecho, estoy casi seguro de que no podrá dejar de leer esta adictiva obra. Si puede hacerlo, seguramente usted es un híbrido perfecto de lo simple y lo aburrido.)
Probablemente no exista término más machista que la palabra «puta». Ni en nuestra lengua ni en ninguna otra. Desde antaño, el término «puta» fue secuestrado por el homo sapiens macho para manipular a discreción el uso libre del sexo femenino. Dicho en limpio: si usted es un simio con mucha testosterona y un cromosoma X y otro Y, adelante, puede usted cogerse a todo lo que quiera. Pero si en cambio tiene usted grandes cantidades de estrógeno y dos cromosomas X, deténgase, cierre esas jodidas piernas o será una maldita perra puta.
La obra que recomiendo esta noche es La Puta de Babilonia del colombiano Fernando Vallejo. El título luce atractivo, pero es parcialmente engañoso. Sugiere al lector desprevenido que tiene ante sí una novelita de quinceañera que probablemente narre la vida de alguna ramera destacada de la Antigüedad, quien se habría tragado el sable de un importante número de hermanos sumerios. Error elemental, mi querido Poirot. El libro no es una novela: es un ensayo. Mas sí es cierto que lo protagoniza una ramera. Quizá la más puta de la Historia de nuestro planeta. La más recontra puta de todas. Y también, la más hija de puta: la Iglesia Católica.
Fueron los albigenses o cátaros quienes bautizaron así, Puta, con mayúsculas, a la bimilenaria institución. Tenían motivos de sobra para desconfiar de la autoridad papal y lo pagaron con ríos de sangre, o con sus cenizas, como los 20.000 albigenses que fueron quemados en Béziers por orden del Papa Inocencio III (que de inocente no tenía nada). Aquí Vallejo, con gran rigor histórico, y luego de años de exclusiva dedicación, entrega al lector una exposición divertida y amena y cruel del pasado de la Iglesia homofóbica y misógina. Aquí descubrirá el lector nociones del Papa Formoso (que fue un Papa tan pero tan malo que, cuando llevaba varios meses de muerto y podrido, lo desenterraron, lo despojaron de sus vestiduras papales, subieron su cadáver al sillón papal, lo juzgaron y condenaron, y luego lo arrojaron en harapos al Tíber: se creó así una bella imagen para la posteridad, o sea, para mí, que la imagino con nostalgia); aquí aprenderá el lector de los cientos de miles que murieron por apostar a un pensamiento libre y sin dogmas, cuyo símbolo más elocuente es el hereje Giordano Bruno, carbonizado en la hoguera en el 1600 de Nuestra Era; aquí sabrá el lector por qué la Iglesia ha perjudicado al mundo mucho más que los nazis; y aquí encontrará el lector razones, en fin, para afirmar que Juan Pablo II fue el Papa más dañino de todos. El más dañino no quiere decir el más asesino, y eso lo destaca Vallejo. Porque ya no tenía el poder para ser el más asesino.
Una Puta que se regodea con amantes poderosos, si obra con astucia, ha de sacar jugo de sus cotizados affaires. Y para sobrevivir dos mil años, ¡vaya que sí se habrá acostado con muchos! Con todos los emperadores que se puedan imaginar (Constantino y Carlomagno, presentes); con los fascistas y los conservadores, con los monárquicos y los republicanos, con los liberales y los demócratas. Y claro, también con la izquierda comunista. El reciente acercamiento a los Castro habrá de disipar toda duda.
«Estoy tragándome el vómito», pensó Hitchens, o algo así, cuando entrevistó a Videla. Hoy siento lo mismo, pero optaré por dejar este vómito en sus manos, indisciplinado lector.
Publicado en Gambito de papel N° 4, en junio de 2015.