Historia de An Jung y los rinocerontes

Por Santiago Oliva

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    An Jung, dueño de un minimercado, había nacido en Pionyang, a orillas del río Taedong, hecho que lo consagraba a los estudios del marxismo clásico y a la difusión de la práctica zen. Una botella de leche de cabra, varias porciones de bulgogi por las noches, dos platos de kimchi por semana y un perro deshuesado los domingos, conformaron desde niño la habitualidad de su dieta. Pese a que su padre había sido un trabajador minero y su madre una pequeña bordadora, An Jung se declaraba eterno perteneciente a la casta de los leales.   Hoy tiene veintinueve años, habita un minúsculo departamento en la calle 27 de abril, conduce los balances comerciales del minimercado paterno y les dedica sus mayores cantidades de energía a la militancia revolucionaria y al budismo zen. Los servicios de inteligencia del Estado y la Sociedad Protectora de Animales son sus más poderosos enemigos.

    Cada mañana, mientras camina rumbo al minimercado que se llama Paektu, es vigilado por una mujer de la Secretaría de Inteligencia; cada domingo, cuando sale a cazar perros vagabundos para cocinarlos según el ritual, es perseguido por una patota de la Sociedad Protectora de Animales. Dos encontronazos tuvo con sus adversarios: una siesta estaba en el parque leyendo teatro de Ionesco (el sol invernal le permitía sentarse bajo su calor), hasta que dos sujetos con narices de payaso se interpusieron entre su cara y la luz para golpearlo con bastones y decirle:

    −Si seguís armando el partiducho ese, los próximos palos te los vamos a reventar en la cabeza.

    Pero los atacantes de la cueva doce de la SIDE no fueron más violentos que los muchachos de la Sociedad Protectora de Animales, quienes, en el momento en que An Jung estaba sirviéndose un buen plato de carne de perro, ingresaron en su domicilio y lo golpearon con cadenas.

    Sin embargo, An Jung no se acobardaba ni acumulaba rencores, por ello seguía en la construcción de una fuerza política que luchara por una ciudad sin policías, ni usureros, ni proxenetas, ni asesinos. An Jung sabía que el odio no puede nunca detener el odio, que sólo la lucha paciente puede detener el sufrimiento de nacer, morirse, desear y anhelar y no conseguir.

2. Rino, Mnu orbe
Ilustración por Manuela Orbe

2

    Según la costumbre ajedrecística del bar Las tipas, ante la derrota del campeón doméstico la ronda de bebidas debe ser pagada por el nuevo campeón. En ese trance se encontraba An Jung, recién vencido por Nico Manchini, cuando apareció el primer rinoceronte corriendo entre los autos de la Cañada. Todos los jugadores del bar Las tipas quedaron atemorizados por la bestia que galopaba, haciendo un ruido enorme, entre los autos y entre las personas. Ya calmados los ánimos por la teoría de An Jung, basada en que el animal debía de haberse escapado del zoológico, el mozo comenzó una discusión en torno a la cornamenta del paquidermo. Unos opinaban que era un rinoceronte africano que tenía dos cuernos; otros, apoyados por un estudiante de veterinaria, decían que se trataba de un rinoceronte unicornio y, por lo tanto, asiático; los más viejos negaban ambas posturas e insistían en que Asia carece de rinocerontes y que África carece de rinocerontes bicornes. No obstante, mientras el concilio avanzaba sin soluciones a la vista, el rinoceronte volvió como un caballo desbocado, tirando sillas, revoleando medialunas y pisoteando el gato siberiano de una señora que pasaba por allí. El pobre gato murió en el acto; los consiliarios se sintieron banalizados y culpables por la muerte del gato; An Jung y Nico Manchini, compañeros de militancia, decidieron caminar hasta la casa del Partido del Trabajo para escribir un volante contra las autoridades municipales, quienes permitían el andar de un rinoceronte salvaje por el centro de la ciudad. Pero en la casa del Partido ya todos conocían la invasión de paquidermos: canal 10 hablaba de un rinoceronte en la plaza Vélez Sarsfield; Radio Mitre decía que se había visto ocho rinocerontes, un pingüino y otro rinoceronte cruza con pingüino en las inmediaciones de la terminal; los medios gráficos informaban la llegada de muchos rinocerontes desde los barrios de la zona sur. Nadie dudaba de la existencia de los rinocerontes, salvo Enrique, uno de los primeros militantes del Partido, quien se había incorporado en las épocas del dojo zen, o mejor dicho, en las épocas en que la casa funcionaba sólo como dojo zen.

    −Son ilusiones ópticas −aseguraba Enrique−, son las manifestaciones delirantes de algunos que, de aburridos, empiezan a ver bestias africanas corriendo por las calles.

    −Te digo que no son ilusiones −le respondía An Jung−, yo los vi, o al menos vi uno, y además no son de África sino de Oriente.

    Pero nada, Enrique seguía argumentando que se trataba de los principios básicos de toda sociedad conducida por la burguesía: como ninguno quiere asumir que la vida es una mierda, como ninguno se anima a matarse o a cambiar el mundo, entonces empiezan a ver rinocerontes para que la cosa se ponga divertida, para no acordarse más de los muertos de hambre: es apenas eso, otro burdo entretenimiento de la clases medias. No bien Enrique dijo esas últimas palabras, un estruendo llegó desde la base de la escalera, un estruendo y varios jadeos como de animal desesperado. Los nueve que estaban en la casa se apresuraron a mirar por la ventana, para mirar a ese rinoceronte que les golpeaba la puerta con la fuerza de su cráneo, moviendo las patas en gesto de fastidio, dando la sensación de querer explicar algo inexplicable, hasta que Enrique se percató de que ese rinoceronte que deseaba ingresar era su esposa, su querida esposa Miriam, quien desde varios días atrás se sentía mal.

    −Ya voy mi amor, no te puedo dejar así −gritó Enrique, y se arrojó sobre el lomo del animal, que se dio a la fuga llevándose al militante en sus espaldas.

3

    −Esto no puede ser, Nico −decía An Jung−, esto no puede ser, te juro que lo estuve leyendo en un texto de Ionesco, esto no puede estar sucediendo: todo Córdoba se está volviendo rinoceronte.

    −Pero no entiendo de qué te sorprendés −gritaba Manchini−, no entiendo de qué te sorprendés, o acaso no leíste Pierre Menard.

    −Callate −lo interrumpía An Jung−, si Pierre Menard no tiene nada que ver con esto.

    Los dos estaban en la casa de An Jung, solos, porque todo el Partido se había vuelto rinoceronte y los rinocerontes se habían quedado con la casa del Partido; chochos, rovolcándose todo el día y comiendo los frutos de la huerta de la terraza. Por la ventana del departamento de An Jung se podía ver un poquito de calle, donde, como en la obra teatral de Ionesco, los rinocerontes copulaban y corrían en danzas de cortejo, jugaban como perros cachorros, y algunos, los más antiguos, cantaban. Manchini y An Jung oían el canto, mientras sus propias pieles se iban endureciendo como si fueran cuero. Entonces sonó el teléfono para cortar el hechizo. Era una llamada de Corea del Norte, informando que los militantes debían recordar los fundamentos del marxismo y ser muy conscientes de que ese fenómeno se producía sólo en Argentina. Para desgracia de la lucha de los proletarios del mundo, Manchini dijo:

    −Esto no es una peste, esto no es algo temporario, esto no es un gualicho ni un sortilegio, esto es una elección libre, me convierto en rinoceronte porque ninguna otra cosa se puede hacer, porque elijo la rinoceroncia contra cualquier otra bestia en que se nos ocurra transformarnos, porque a través de la rinoceroncia vamos a construir una sociedad en la que todo para todos pueda ser; chau coreano, volvete a tu oriente rojo, acá nunca lo vas a comprender.

    −La nariz de un rinoceronte es más grande que su cerebro −pensó An Jung.

    Y desde ese momento todo a su alrededor fue sangre, balas y animales derrotados. An Jung disparaba con su escopeta apoyado en el marco de su ventana, los rinocerontes caían heridos de muerte, una bala para quien fue mi verdulero, otra bala para quien fue mi amante, cuatro balas para quien fue mi profesora de Lengua en el secundario. Todos iban cayendo sin descubrir el origen de los disparos. Pero el olfato de los rinocerontes es grande y el sudor de los hombres apesta demasiado. Los Servicios de Inteligencia del Estado lo tenían entre cuerno y cuerno. La Sociedad Protectora de Animales, ahora protectora de sí misma, estaba deseosa de subir la escalera para pisotearlo con su dedo gigante. Los perisodátilos corrían de furia y levantaban un polvillo enceguecedor. An Jung no podía elegir a dónde disparar. An Jung no tenía más balas. An Jung debía rendirse ante la fuerza de los rinocerontes. Por lo tanto, como se consideraba un hombre honorable, como sabía que estaba haciendo lo contrario a lo que siempre profesó, An Jung bajó uno a uno los peldaños de la escalera para encontrarse con los rinocerontes, sentarse en posición de loto y dejar que las bestias le pisotearan el cuello, la panza y los testículos. Muchos años después, cuando las pieles de los rinocerontes se tornaron blandas, algunos hombres que volvieron de la rinoceroncia erigieron un epitafio en nombre de An Jung, héroe de las luchas contra el bestialismo; otros hombres, que también sintieron la experiencia rinoceronte, mancillaron la tumba de An Jung y defecaron sobre su estatua de bronce.


Publicado en Gambito de Papel N° 3 en abril de 2015

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