Carta a Juanita N° 11

Escribe Jerónimo Corregido, desde Alemania, en las “Cartas a Juanita” N.º 11:

Hay algo irrefutable, Juani, y es que cuando uno está triste, no tiene manera de recordar lo que se siente ser feliz. Lo único que se puede traer de los pelos es una suerte de melancolía putrefacta que amohína el alma. De la misma manera, ningún enfermo puede forzar el recuerdo preciso de los tiempos de salud. No hay modo. Creo que a la consciencia lúcida de lo irreparable de esos estados le corresponde el rótulo de «tristeza». Pero no es de cosas tristes que quiero hablarte. Así que mejor será dejar esta carta suspendida durante un rato, como he hecho con algunas de las anteriores, y proseguir luego con tonos más cálidos, tomando nuevos colores de la siempre inabarcable paleta de la vida.
[…]
Volvía caminando esta mañana de la casa de Sole, donde nos habíamos reunido a ver el partido de Argentina contra Panamá (¡qué partidazo de Messi, eh!). Amanecía ya, y el bosque lucía maravilloso y tenue, como si recién hubiera nacido, como si el imposible pintor impresionista de todo el cuadro apenas hubiera apoyado el pincel sobre el lienzo. Y de repente, ¡ahí iban!, liebres, las liebres de siempre, las que llenan los caminos con sus saltos y sus travesuras. Tan cerca estaban, tan dóciles se veían que me decidí a acercarme. Paso a paso, lentamente, para no sobresaltarlas; se quedan quietitas, casi que no perciben mi presencia, pero ya una liebre mueve una oreja y la otra da un brinco, y ¡zas!, adiós, liebre, dentro de la maleza desaparece; pero la otra sigue ahí, no se mueve, con algo de miedo, quizás, con algo de reticencia, tal vez, pero sigue ahí, y ya casi estoy junto a ella, y ya casi la liebre decidió que no tramo nada malo, cuando, de repente, con un salto indescriptible se zambulle entre los arbustos. Esta vez, empero, no me dejé derrotar y yo también salté hacia la fronda. Metí la cabeza dentro del túnel de ramas por el que la segunda liebre había escapado, pero del animal solo quedaban crujidos entre las hojas y susurros entre las raíces. Sin embargo, ¡qué experiencia maravillosa la de perseguir conejos y, sobre todo, la de otear por debajo de los arbustos de un bosque! Sabés, Juanita, allá abajo hay un mundo verde agua, pintado con acuarelas celestiales, donde se desarrollan miles de vidas. ¿Quién puede volver a ver la realidad fenoménica con los mismos ojos después de haber enterrado la cabeza en el micromundo de las raíces de un bosque? ¿Quién puede conformarse con el diario del lunes, y con los horarios del tren, y con las ofertas de la verdulería después de haber sentido la fuerza de la naturaleza que resplandece bajo los arbustos al amanecer? Esa nueva fuerza es la que me faltaba para aprehender los hilos conductores de Endymion. Eso es la poesía romántica. No hay mejor definición. Ahora podré hacer mía la pasión de John Keats, y ya casi me siento libre de dejar de llamar al libro Endymion para empezar a llamarlo, de a poco, Endimión, así, en español, con las huellas digitales del traductor grabadas en la tilde de la «o». ¿Qué opinás vos?

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